Todos estamos habitados en el fondo más recóndito de nuestro ser por una presencia de Vida que al brotar nos crea, nos alienta y nos abre de continuo a la esperanza.
Sin embargo, a partir de un determinado momento, dejamos de creer que es así, dejamos de ser esos niños que se fían de su permanente fluir de la vida.
Olvidamos lo más profundo de nuestro ser y nos volcamos hacia lo que tenemos a mano, lo que pareceríamos poder dominar como si en ello estuviese el manantial que los golpes y la oscuridad de la vida nos ha ocultado.
Por eso vivimos desesperados pues nos agarramos a lo caduco como si de ello pudiéramos sacar el agua de la vida.
Almacenamos así desesperación y contaminamos nuestro corazón, con un egoísmo que intenta succionar la realidad para vivir, sin nunca conseguirlo.
La resurrección de Cristo vuelve a dar a nuestros ojos la mirada de los niños, sin ser infantiles, sin negar la realidad de muerte y oscuridad, si es que queremos mirar y ver, ver y creer.
Jesús resucitado nos muestra cómo su cuerpo, que pereció en una cruz, fue transfigurado por este Manantial paternal que nunca se agota.
No le hizo falta creer en la resurrección, le bastaba creer en este Padre eternamente dador de vida que le habitaba. Confiando en Él sus ojos podían ver los brotes de eternidad en el mundo de los lirios caducos y los pájaros mortales, en la moneda insignificante de una viuda generosa, en la atención de un samaritano a un desconocido…
de Sor María Dolores Pérez Mesuro
Nacida en Madrid, dominica desde 1980, antes fui analista de laboratorio. A la vez estudié Filosofia y Letras.